Decidí ir al bosque cuando era bien de día, pésima idea para cualquier humano normal, pero totalmente normal para alguien como yo, criado la mayor parte de su vida en la austeridad que proporciona la naturaleza pura de la montaña. Ese día había ido a investigar la extraña humedad que había entre unas cuevas de lo alto de una colina, que me llevaban intrigando varias semanas por lo extraño de el agua a tal altura.
Claramente, lo que no contaba yo era con quedarme dormido en un árbol y caerme a mitad de la noche, estampándome la cara contra la hierba del suelo. Me levanté medio confundido y extrañado por la situación que muy pocas veces me sucedía y olisqueé el aire. Tormenta. Grande. Se acerca. Todo eso fui capaz de averiguar con un simple olisqueo del viento sur que allí había en el momento.
Empecé a correr despacio pero con buen pie mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad de la noche. No me compensaba caerme y torcerme un tobillo, y en los años que había vivido solo había aprendido que es mejor ir lento pero con buena letra que rápido y cagarla. Un fallo podía significar la muerte. Eso me había enseñado la vida.
Llegado un momento descubrí en el aire el olor del fuego, acompañado del de un hombre, un olor extraño y dulce que acabó por extinguir el cálido aroma del humo. Sin dudarlo un instante, cambié mi rumbo hacia él, ya que, por bien o por mal, es un amigo en potencia. Cuando llegué junto él, en lo primero que me fijé desde la distancia fue en una de sus manos, sangrantes, y en el camino de hechizos protectores que dejaba a su paso. Parecía ser una buena persona, al fin y al cabo...
- Hola... amigo - dije acercándome a él a modo de presentación. - [b]Me llamo Alex Focalor, encantado... puedo ayudarte con algo? - pregunté siendo consciente de que nadie iría al monte tan de noche cuando hay tal aviso de tormenta en el aire. El pelo se me empezaba a cargar de electricidad estática, aviso de que estaba cerca el primer trueno.